En 2020 ocurrió algo inaudito: el mundo entero se detuvo debido a una pandemia. Jamás imaginé que viviría algo así. En mi mente podía concebir la posibilidad de una guerra, incluso de un meteorito, pero nunca la imagen de ciudades desiertas, vencidas por un enemigo invisible.

En mi día a día, los cambios no fueron drásticos. Extrañaba las visitas de mis amigos, sí, pero podía salir al jardín, caminar entre los árboles y cuidar el huerto. Sin embargo, lo que cambió por completo fue mi percepción del tiempo. Los días se liberaron de obligaciones y compromisos, convirtiéndose en algo nuevo: un tiempo verdaderamente libre. No era un descanso, ni unas vacaciones. Era una pausa, atónita, silenciosa y hueca.

Con la producción en pausa y sin grandes metas, me dejé llevar por la serenidad de aquellos días largos y tranquilos. (Sé que usar este adjetivo puede parecer insensible, sobre todo considerando todo el sufrimiento que trajo la pandemia, pero aquí, en mi pequeño refugio, todo seguía igual. El sol continuaba saliendo, las plantas florecían alegres con la llegada de la primavera, y esa quietud silenciosa tenía algo reconfortante).

Fue entonces cuando recordé unas semillas que me habían traído de Brasil años atrás y que habían quedado olvidadas en un cajón. Me entretuve creando pequeñas miniaturas con ellas, dejando que mis manos dieran forma a algo nuevo en medio de un mundo enfermo.